El Barroco El conceptismo y el culteranismo
Frente al clasicismo
renacentista, el Barroco valoró la libertad absoluta para crear y
distorsionar las formas, la condensación conceptual y la complejidad en
la expresión. Todo ello tenía como finalidad asombrar o maravillar al
lector. El conceptismo y el culteranismo son, en realidad, dos partes de
estilo barroco que comparten un mismo propósito: crear complicación y
artificio.
El siglo XVII y el auge de las premisas barrocas
coincidieron en España con un brillante y fecundo período literario que
dio en llamarse Siglo de Oro. Estéticamente, el barroco se caracterizó,
en líneas generales, por la complicación de las formas y el predominio
del ingenio y el arte sobre la armonía de la naturaleza, que constituía
el ideal renacentista.
Entre los rasgos más significativos del
barroco literario español resulta relevante la contraposición entre dos
tendencias denominadas conceptismo y culteranismo, cuyos máximos
representantes fueron, respectivamente, Francisco de Quevedo y Luis de
Góngora. Los conceptistas se preocupaban esencialmente por la
comprensión del pensamiento en mínimos términos conceptuales a través de
contrastes, elipsis y otras y otras figuras literarias. Por el
contrario, los culteranos buscaban la delectación de una minoría culta
mediante el recurso a metáforas, giros e hipérboles, con modificación de
las estructuras fraseológicas, en busca del máximo preciosismo.
Característica del barroco hispánico fue también la contraposición entre
realismo e idealismo, que alcanzó su máxima expresión en la que estaría
llamada a convertirse en una de las cumbres de la literatura universal,
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (primera parte, 1605; segunda, 1615), de Miguel de Cervantes.
Como
el de Góngora, el estilo de Quevedo es estructuralmente complejo,
aunque utilizó siempre un lenguaje llano y no vaciló en ocasiones en
recurrir a un tono procaz y brutal. Los temas que lo inspiraron fueron
muy variados: morales, satíricos, religiosos, de amor, etc., y en el
desarrollo de todos ellos subyace una concepción angustiada de la
condición humana, común a obras tales como la novela picaresca titulada La vida del Buscón, llamado don Pablos (1626), o la alegoría Sueños (1627).
La novela picaresca, que arrancaba del Lazarillo, alcanzó un notable auge y sirvió para denunciar la pobreza y la injusticia social del gran imperio español. El Guzmán de Alfarache
(1599-1604), de Mateo Alemán, se caracterizó tanto por su amarga sátira
de la sociedad como por su hondo pesimismo. Paralelamente ofreció
reflexiones moralizantes, elemento del que carecían las restantes
novelas picarescas. Destacaron entre ellas es Buscón, de Quevedo; la Vida del escudero Marcos de Obregón (1618), de Vicente Espinel; y El libro de entretenimiento de la pícara Justina (1605), de Francisco López de Úbeda.
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