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martes, 20 de octubre de 2015

4to Literatura El Decamerón (clásico) Siglo III y IV

El Decamerón, del autor Giovanni Boccaccio

tapa del libro: El Decamerón

El Decamerón

Autor: Giovanni Boccaccio
Género: Clásicos Universales / Ficción y Literatura
Idioma: Español

Resumen:

El Decamerón, escrito entre 1249 y 1353, es una colección de cuentos, quizá la colección por antonomasia de la literatura mundial, y punto de referencia del que han partido desde entonces otras muchas creaciones narrativas.
La obra esta compuesta por cien cuentos que los diez protagonistas relatan cada noche de su retiro en una villa donde se refugian de la peste que asola Florencia.
Cada uno de estos personajes -siete mujeres y tres hombres- recrea un singular retrato psicológico, con personalidad bien definida, que sirve para ilustrar los distintos temas que se abordan en cada cuento.
En ellos se dan cita el ingenio, la reflexión, el amor, el erotismo -de modo sorprendente ha sido considerado este libro como una obra exclusivamente erótica- la virtud y la fortuna, todos ellos tratados con una magistral técnica de narrador.
Un libro que provocará en el lector tanto la risa como la tristeza, la reflexión y la pasión, el deleite por lo sensual y el respeto por lo sagrado, y que por encima de todo le hará experimentar el verdadero placer de la buena lectura.




NOVELA PRIMERA

DECAMERON



El seor Cepparello engaña a un santo fraile con una falsa confesión y muere después, y habiendo sido un hombre malvado en vida, es, muerto, reputado porsanto y llamado San Ciapelletto.



Conviene, carísimas señoras, que a todo lo que el hombre hace le dé principio con

el nombre de Aquél que fue de todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero

dar comienzo a nuestro novelar, entiendo comenzar con uno de sus maravillosos

hechos para que, oyéndolo, nuestra esperanza en él como en cosa inmutable se

afirme, y siempre sea por nosotros alabado su nombre.





Manifiesta cosa es que, como las cosas temporales son todas transitorias y

mortales, están en sí y por fuera de sí llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y

sujetas a infinitos peligros; a los cuales no podremos nosotros sin algún error, los

que vivimos mezclados con ellas y somos parte de ellas, resistir ni hacerles frente,

si la especial gracia de Dios no nos presta fuerza y prudencia. La cual, a nosotros

y en nosotros no es de creer que descienda por mérito alguno nuestro, sino por su

propia benignidad movida y por las plegarias impetradas de aquellos que, como lo

somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien sus gustos mientras

tuvieron vida, ahora se han transformado con él en eternos y bienaventurados; a

los cuales nosotros mismos, como a procuradores informados por experiencia de

nuestra fragilidad, y tal vez no atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias ante la

vista de tan grande juez, les rogamos por las cosas que juzgamos oportunas. Y

aún más en Él, lleno de piadosa liberalidad hacia nosotros, señalemos que, no

pudiendo la agudeza de los ojos mortales traspasar en modo alguno el secreto de

la divina mente, a veces sucede que, engañados por la opinión, hacemos

procuradores ante su majestad a gentes que han sido arrojadas por Ella al eterno

exilio; y no por ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta (mirando más a la pureza

del orante que a su ignorancia o al exilio de aquél a quien le ruega) como si fuese

bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a quienes le ruegan. Lo que podrá

aparecer manifiestamente en la novela que entiendo contar: manifiestamente,

digo, no el juicio de Dios sino el seguido por los hombres.

Se dice, pues, que habiéndose Musciatto Franzesi convertido, de riquísimo y gran

mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos

Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y solicitado por el papa

Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como muchas veces lo

están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no se podían de

ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias personas, y para

todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar pudiese

capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones.

Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala

condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan





malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su

perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le

vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba

en su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no

sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a

decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como

decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciappelletto era

conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este

Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno

de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales hubiera

hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que

alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto

si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia grandísima fe

a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía malvadamente en

tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe.

Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre

amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y

escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor

alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto criminal,

sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró gustosamente

hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra

Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que

ningún otro. A la iglesia no iba jamás, y a todos sus sacramentos como a cosa vil

escarnecía con abominables palabras; y por el contrario las tabernas y los otros

lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las mujeres era

tan aficionado como lo son los perros al bastón, con su contrario más que ningún

otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma conciencia

con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir

repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.

Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que

nunca hubiese nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad

de micer Musciatto, por quien muchas veces no sólo de las personas privadas a

quienes con frecuencia injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo

hacía, fue protegido.

Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía

óptimamente su vida, pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que

necesitaba la maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:

_Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo

entre otros que entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé

quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por

ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto

entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que rescates

que sea conveniente.

Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y

veía que se iba quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin

ningún titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna,

como obligado por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo

que, puestos de acuerdo, recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas

credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi nadie

le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente

empezó a rescatar y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira

para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos

florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban

mucho, sucedió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente

venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para

recuperar la salud.

Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido

desordenadamente, según decían los médicos iba de día en día de mal en peor

como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho se dolían

y un día, muy cerca de la alcoba en que seor Ciappelletto yacía enfermo,

comenzaron a razonar entre ellos.





_¿Qué haremos de éste? _decía el uno al otro_. Estamos por su causa en una

situación pésima porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería

gran tacha y sería signo manifiesto de poco juicio al ver la gente que primero lo

habíamos recibido y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora,

sin que haya podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra

casa tan súbitamente, y enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan

malvado que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y,

muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a

los fosos como un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos

y tan horribles que no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá ni podrá

absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como un

perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les

parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo que

tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos perros lombardos a los

que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán en busca de

nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los haberes sino que pueden

quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera guisa estamos mal si éste se

muere.

Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allí cerca de donde éstos estaban

hablando, teniendo el oído fino, como la mayoría de las veces pasa a los

enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:

_No quiero que temáis por mí ni tengáis miedo de recibir por mi causa algún

daño; he oído lo que habéis estado hablando de mí y estoy certísimo de que

sucedería como decís si así como pensáis anduvieran las cosas; pero andarán de

otra manera. He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una

más a la hora de la muerte poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile

santo y valioso lo más que podáis, si hay alguno que lo sea, y dejadme hacer, que

yo concertaré firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que resulten

bien y estéis contentos.

Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de

ir a un convento de frailes y pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la



confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile

anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy

venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial

devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor

Ciappelletto yacía, y sentándose a su lado empezó primero a confortarle

benignamente y le preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había

confesado. A lo que el seor Ciappelletto, que nunca se había confesado,

respondió:

_Padre mío, mi costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una

vez; sin lo que son bastantes las que me confieso más; y la verdad es que, desde

que he enfermado, que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el

malestar que con la enfermedad he tenido.

Dijo entonces el fraile:

_Hijo mío, bien has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que si

tan frecuentemente te confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.

Dijo seor Ciappelletto:

_Señor fraile, no digáis eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con

tanta frecuencia que no quisiera hacer siempre confesión general de todos los

pecados que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que me haya

confesado; y por ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéis tan

menudamente de todas las cosas como si nunca me hubiera confesado, y no

tengáis compasión porque esté enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes

mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma,

que mi Salvador rescató con su preciosa sangre.

Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente

bien dispuesta; y luego que al seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta

práctica, empezó a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con

alguna mujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspirando:

_Padre, en esto me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.

....................

Pero viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura en la iglesia, de

nada de lo otro se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después y,

empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del crepúsculo,

el mismo día que había hecho su buena confesión, murió.

Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese

honradamente sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la

noche a velarle según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron

todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al

oír que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a

capítulo, a los frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había sido un hombre

santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que por él

el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con grandísima

reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los

frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde

yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y solemne vigilia, y por

la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales, con los libros en la mano y

las cruces delante, cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y

solemnidad se lo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad,

hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo

fraile que lo había confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su

virginidad, su simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas,

entre otras contando lo que seor Ciappelletto como su mayor pecado, llorando, le

había confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios

quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le

escuchaba, diciendo:

_Y vosotros, malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropezáis,

blasfemáis de Dios y de su Madre y de toda la corte celestial.

Y además de éstas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en

breve, con sus palabras, a las que la gente de la comarca daba completa fe, hasta

tal punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que,

después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos

fueron a besarle los pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que

llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos

pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos

pudiese ser visto y visitado.

Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue honrosamente sepultado en

una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron las gentes a ir allí y a

encender candelas y a venerarlo, y seguidamente a hacer promesas y a colgar

exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de su santidad y

la devoción en que se le tenía que no había nadie que estuviera en alguna

adversidad que hiciese promesas a otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman

San Ciappelletto, y afirman que Dios ha mostrado muchos milagros por él y los

muestra todavía a quien devotamente se lo implora.



Así pues, vivió y murió el seor Cepparello de Prato y llegó a ser santo, como

habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la

presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su

último extremo haber hecho un acto de contrición de manera que Dios tuviera

misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta,

razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado

entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima hemos de

reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro

error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo,

creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo

recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su gracia en

la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos conservados sanos

y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole

reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser

escuchados. Y aquí, calló 

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