El Decamerón, del autor Giovanni Boccaccio
El Decamerón
Autor: Giovanni Boccaccio
Género:
Clásicos Universales / Ficción y Literatura
Idioma: Español
Resumen:
El Decamerón, escrito entre 1249 y 1353, es una colección de cuentos, quizá la colección por antonomasia de la literatura mundial, y punto de referencia del que han partido desde entonces otras muchas creaciones narrativas.La obra esta compuesta por cien cuentos que los diez protagonistas relatan cada noche de su retiro en una villa donde se refugian de la peste que asola Florencia.
Cada uno de estos personajes -siete mujeres y tres hombres- recrea un singular retrato psicológico, con personalidad bien definida, que sirve para ilustrar los distintos temas que se abordan en cada cuento.
En ellos se dan cita el ingenio, la reflexión, el amor, el erotismo -de modo sorprendente ha sido considerado este libro como una obra exclusivamente erótica- la virtud y la fortuna, todos ellos tratados con una magistral técnica de narrador.
Un libro que provocará en el lector tanto la risa como la tristeza, la reflexión y la pasión, el deleite por lo sensual y el respeto por lo sagrado, y que por encima de todo le hará experimentar el verdadero placer de la buena lectura.
NOVELA PRIMERA
DECAMERON
El seor Cepparello engaña a un santo fraile con una falsa confesión y muere después, y habiendo sido un hombre malvado en vida, es, muerto, reputado porsanto y llamado San Ciapelletto.
Conviene, carísimas señoras, que a todo lo que el hombre hace le dé principio con
el nombre de Aquél que fue de todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero
dar comienzo a nuestro novelar, entiendo comenzar con uno de sus maravillosos
hechos para que, oyéndolo, nuestra esperanza en él como en cosa inmutable se
afirme, y siempre sea por nosotros alabado su nombre.
Manifiesta cosa es que, como las cosas temporales son todas transitorias y
mortales, están en sí y por fuera de sí llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y
sujetas a infinitos peligros; a los cuales no podremos nosotros sin algún error, los
que vivimos mezclados con ellas y somos parte de ellas, resistir ni hacerles frente,
si la especial gracia de Dios no nos presta fuerza y prudencia. La cual, a nosotros
y en nosotros no es de creer que descienda por mérito alguno nuestro, sino por su
propia benignidad movida y por las plegarias impetradas de aquellos que, como lo
somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien sus gustos mientras
tuvieron vida, ahora se han transformado con él en eternos y bienaventurados; a
los cuales nosotros mismos, como a procuradores informados por experiencia de
nuestra fragilidad, y tal vez no atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias ante la
vista de tan grande juez, les rogamos por las cosas que juzgamos oportunas. Y
aún más en Él, lleno de piadosa liberalidad hacia nosotros, señalemos que, no
pudiendo la agudeza de los ojos mortales traspasar en modo alguno el secreto de
la divina mente, a veces sucede que, engañados por la opinión, hacemos
procuradores ante su majestad a gentes que han sido arrojadas por Ella al eterno
exilio; y no por ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta (mirando más a la pureza
del orante que a su ignorancia o al exilio de aquél a quien le ruega) como si fuese
bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a quienes le ruegan. Lo que podrá
aparecer manifiestamente en la novela que entiendo contar: manifiestamente,
digo, no el juicio de Dios sino el seguido por los hombres.
Se dice, pues, que habiéndose Musciatto Franzesi convertido, de riquísimo y gran
mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos
Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y solicitado por el papa
Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como muchas veces lo
están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no se podían de
ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias personas, y para
todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar pudiese
capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones.
Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala
condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan
malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su
perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le
vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba
en su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no
sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a
decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como
decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciappelletto era
conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este
Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno
de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales hubiera
hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que
alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto
si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia grandísima fe
a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía malvadamente en
tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe.
Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre
amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y
escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor
alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto criminal,
sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró gustosamente
hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra
Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que
ningún otro. A la iglesia no iba jamás, y a todos sus sacramentos como a cosa vil
escarnecía con abominables palabras; y por el contrario las tabernas y los otros
lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las mujeres era
tan aficionado como lo son los perros al bastón, con su contrario más que ningún
otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma conciencia
con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir
repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.
Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que
nunca hubiese nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad
de micer Musciatto, por quien muchas veces no sólo de las personas privadas a
quienes con frecuencia injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo
hacía, fue protegido.
Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía
óptimamente su vida, pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que
necesitaba la maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:
_Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo
entre otros que entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé
quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por
ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto
entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que rescates
que sea conveniente.
Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y
veía que se iba quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin
ningún titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna,
como obligado por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo
que, puestos de acuerdo, recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas
credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi nadie
le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente
empezó a rescatar y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira
para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos
florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban
mucho, sucedió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente
venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para
recuperar la salud.
Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido
desordenadamente, según decían los médicos iba de día en día de mal en peor
como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho se dolían
y un día, muy cerca de la alcoba en que seor Ciappelletto yacía enfermo,
comenzaron a razonar entre ellos.
_¿Qué haremos de éste? _decía el uno al otro_. Estamos por su causa en una
situación pésima porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería
gran tacha y sería signo manifiesto de poco juicio al ver la gente que primero lo
habíamos recibido y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora,
sin que haya podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra
casa tan súbitamente, y enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan
malvado que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y,
muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a
los fosos como un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos
y tan horribles que no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá ni podrá
absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como un
perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les
parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo que
tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos perros lombardos a los
que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán en busca de
nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los haberes sino que pueden
quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera guisa estamos mal si éste se
muere.
Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allí cerca de donde éstos estaban
hablando, teniendo el oído fino, como la mayoría de las veces pasa a los
enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:
_No quiero que temáis por mí ni tengáis miedo de recibir por mi causa algún
daño; he oído lo que habéis estado hablando de mí y estoy certísimo de que
sucedería como decís si así como pensáis anduvieran las cosas; pero andarán de
otra manera. He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una
más a la hora de la muerte poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile
santo y valioso lo más que podáis, si hay alguno que lo sea, y dejadme hacer, que
yo concertaré firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que resulten
bien y estéis contentos.
Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de
ir a un convento de frailes y pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la
confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile
anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy
venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial
devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor
Ciappelletto yacía, y sentándose a su lado empezó primero a confortarle
benignamente y le preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había
confesado. A lo que el seor Ciappelletto, que nunca se había confesado,
respondió:
_Padre mío, mi costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una
vez; sin lo que son bastantes las que me confieso más; y la verdad es que, desde
que he enfermado, que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el
malestar que con la enfermedad he tenido.
Dijo entonces el fraile:
_Hijo mío, bien has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que si
tan frecuentemente te confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.
Dijo seor Ciappelletto:
_Señor fraile, no digáis eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con
tanta frecuencia que no quisiera hacer siempre confesión general de todos los
pecados que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que me haya
confesado; y por ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéis tan
menudamente de todas las cosas como si nunca me hubiera confesado, y no
tengáis compasión porque esté enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes
mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma,
que mi Salvador rescató con su preciosa sangre.
Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente
bien dispuesta; y luego que al seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta
práctica, empezó a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con
alguna mujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspirando:
_Padre, en esto me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.
....................
Pero viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura en la iglesia, de
nada de lo otro se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después y,
empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del crepúsculo,
el mismo día que había hecho su buena confesión, murió.
Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese
honradamente sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la
noche a velarle según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron
todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al
oír que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a
capítulo, a los frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había sido un hombre
santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que por él
el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con grandísima
reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los
frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde
yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y solemne vigilia, y por
la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales, con los libros en la mano y
las cruces delante, cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y
solemnidad se lo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad,
hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo
fraile que lo había confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su
virginidad, su simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas,
entre otras contando lo que seor Ciappelletto como su mayor pecado, llorando, le
había confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios
quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le
escuchaba, diciendo:
_Y vosotros, malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropezáis,
blasfemáis de Dios y de su Madre y de toda la corte celestial.
Y además de éstas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en
breve, con sus palabras, a las que la gente de la comarca daba completa fe, hasta
tal punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que,
después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos
fueron a besarle los pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que
llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos
pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos
pudiese ser visto y visitado.
Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue honrosamente sepultado en
una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron las gentes a ir allí y a
encender candelas y a venerarlo, y seguidamente a hacer promesas y a colgar
exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de su santidad y
la devoción en que se le tenía que no había nadie que estuviera en alguna
adversidad que hiciese promesas a otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman
San Ciappelletto, y afirman que Dios ha mostrado muchos milagros por él y los
muestra todavía a quien devotamente se lo implora.
Así pues, vivió y murió el seor Cepparello de Prato y llegó a ser santo, como
habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la
presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su
último extremo haber hecho un acto de contrición de manera que Dios tuviera
misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta,
razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado
entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima hemos de
reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro
error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo,
creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo
recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su gracia en
la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos conservados sanos
y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole
reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser
escuchados. Y aquí, calló
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